Tocar madera


Eran ventrudas y amorfas callosidades de madera; lavadas a río y arena dejaban el reflejo de lunas y lunas repetidas y repetidas hasta que algún eventual cazador les viera semejanza con las rodillas de los antílopes, que a golpe de maza y lanza cazara en los días de magnífica suerte.

Recogía el hombre aquella figura que quería ser algo: rodilla de antílope, garra de pájaro o dulce cadera de mujer coronada por un penacho de raíces enredadas que entregaban los ojos a la verdad de que lo observado tenía inminente origen vegetal.

Así preñado en la maravilla de que algo puede ser y mujer y águila y réptil, el hombre


guardaba el primer testimonio de la multiplicidad.

Aquellos objetos llegaban hasta los diferentes grupos y en lo lisiado de sus lenguajes cada uno decía para sí la experiencia de ver, en lugar de una garra de tigre, la pata de un ave o un búfalo recontorcionado.

Junto a los cuernos de los grandes mamíferos, dientes de animales feroces y hediondas pieles oscuras, las raíces ocuparon un lugar en los altares, pero no como testigos del miedo y la violencia, sino como caricia a unos ojos, que nunca habían encontrado acomodo en la deleitación.

Allí, en esa raíz era bella la garra insinuada y sonrisa la cadera con penacho de raíces y no era estremecedor el mugido de aquel búfalo en sus estertores, sino estático instante que permitía ver en calma lo que siempre había sido tormentoso.

La madera entregaba al hombre el secreto de ver en una sola cosa todas las cosas reunidas y en la contemplación se devolvían en el recuerdo tan vivas que la insinuada cabeza de jabalí, en la memoria tornábase borrascosa experiencia de aniamal que embiste y bufa lanz{andose sobre uno.

Esos fueron los primeros ídolos de madera, los dulces y benignos amigos, que dando tres golpes sobre ellos nos entregaban la certeza de que lo deseado cumpliríase, porque ellos estarían con nosotros.

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