GENOVEVA


A Miguelito,

in memoriam


Las músicas, esas todas que eran emisarias de otros tiempos, que quedaron para ser recordadas solo cuando suenan ellas con sus textos; las voces, los timbres cálidos de mujeres del Brasil, que insisten desde el pretérito con un bossanova ligado a una fecha, a un rostro, o a una mañana de domingo, cálida.

O ese timbre sedoso de faringe de espuma podía venir de otro lugar del planeta, menos afín en el texto, pero más esperanzador en lo que de exótico tiene para nosotros, lo que ellos, de aquellas latitudes, nunca buscaran aquí.

Quizá la voz de Claudine Longet me conduzca hasta la cama de la tardía infancia-temprana adolescencia en donde soñaba con Vavenogé.

Recuerdo que asociaba la canción Como un muchacho con los ojos castaños de la niña que más tiempo me ha ignorado en mi existencia.

Injusto. por parte del destino, es oírla ahora y recordar los labios equilibradamente carnosos de Vavenogé.

Recuerdo aquella noche porque fue el nicho de la Gran Revelación; por muchos meses seguí los pasos de aquella niña que domingo a domingo aparecía en el club de playa al cual iba con mi amigo Miguelito. ¿Cuándo apareció? no lo sabemos, pero la descubrí sobre un rompeolas recogiendo un caracol o una piedrita de mar.

Tenía los talones blancos, blanquísimos, más bien.

En mi maremagnum hormonal de temprana adolescencia ciertos relojes pulsaron más rápido; era la biología de la estética sobre las sienes, porque en concierto unánime, todo en mi estaba de acuerdo que esos tobillos eran lo más fino; no por sus delgadeces, sino por lo armónioso en las proporciones de sus ligamentos internos, cubiertos por esa dermis de ajonjolí tostado.

Subiendo más, las pantorrillas y esa espuma de mar ya seca en mi boca.

Subiendo más, sus rodillas lisas, sin la aspereza común a tan vital articulación; sólo piel de aire, sólo flexión grácil, paso de gacela marina.

Subiendo más, sus muslos tormentosos; la belleza de esos trozos era la sanguijuela que secaba mis ojos de todo brillo. Quedaba en ellos solo la opacidad del asombro.

Subiendo más, el triángulo alargado de su pubis, la tela del traje de baño siendo la milimétrica membrana rellena con las algas castañas del misterio. Sólo esa palabra podía tocar de orilla a orilla lo que esa parte de su cuerpo, para mi era. El Misterio de lo intocado, la hostia alzada en pública liturgia; era el arcano, mágico del Tarot “Tierra de Providencia” que en el oráculo reza: “Mírala hela aquí, pero no por mirarla pienses que en un día llegarás hasta ella y será tuya”.

Sediento bajo ese sol, sólo era humedad y frescura en las comisuras ocultas bajo la tela, allí, en la caracola que suena sólo si acercas mucho el oído y suena el mar; todos sabemos que a las mujeres entre las piernas les suena el mar, el mar primigenio de los peces que hemos dejado de ser, el mar en donde nos ahogamos o del que salimos náufragos invictos desde la tormenta.

En el mar la vida es más sabrosa...” Sonaba un radio y yo seguía subiendo más, hasta el tamden, ese punto del Zen, ese nudo de energía a tres dedos más abajo del ombligo.

Temblaba, debía temblar toda la energía cósmica proclamada por los sacerdotes de las grandes fraternidades y sus maestros. Júpiter influenciando y Marte azuzando sus efluvios rojos ante la ignorancia de las ligas del bikini. Allí en el tamden los veinticinco dedos de los aros zodiacales, la trascendencia del río búdico, el Nirvana, el Tao...

Y subiendo más, tu ombligo, la moneda con el símbolo hermético, único testamento numismático que nos dejó La Atlántida. La cicatriz primera sobre tu carne, botón de sutura, asiento del cordón de plata con el que he debido ahorcarme, para colgar como los cadáveres de las atroces fotos de la guerra.

Allí también la paz de la contemplación del ombligo y la delicada hilera de pelitos tostados que subían desde tu pubis para seguir subiendo, por fin más, por tu abdomen de ánfora del peloponesio, que en el fondo de esas islas espera con su vino aceitoso que ha debido ser bebido por los argonautas de la fantasía.

Y seguir subiendo... Hasta las copas de tus sostenes, que guardan la combinación cóncavo-convexa de mis palmas ahuecadas, como el peregrino sediento que va a las fuentes macedonias por un poco de carne rígida para sus labios que nunca han estado allí y para sus oídos que nunca han escuchado el pulso de esas vena azuladas que los alimentan.

Combos como la liberación que sube más, hasta tus hombros, con el ritmo de tu cuello al voltear siguiendo a una gaviota enamorada por un alcatraz.

Volando alto y subiendo más, hasta tu rostro de ojos castaños y grandes, con nariz delgada y puente recto, de pómulos suaves con el brillo de las aceitunas de las colinas pedregosas de Portugal.

Al subir más, los revueltos bucles también castaños, subidos en penachos por esas manos que al aguantarlos permiten que la brisa te dé en plena nuca, cerca de donde duerme tu hipotálamo como una nuez negra.

Tus cejas de arco de violín decorando la serenidad de sacerdotisa de Lhasa de tu frente abrillantada por el sol del trópico de Capricornio; donde domingo a domingo, Día Dominus, contemplarte eran la vida y la muerte atadas de un hilo.

Vavenogé tus ojos no son de beduina, pero tu nombre suena como el oasis más grande de los desiertos de Marruecos.

Sólo tu silencio pude conocer y lo llenaba con la voz de Claudine Longet, para que me dijera algo toda esa belleza.

Una vez Miguelito me llevó a mirar lo que habías tallado en el tronco de un uvero y sólo esa palabra como un grito persa en las montanas de su Dios de fuego ¡VAVENOGE!

Todos mis esfuerzos fueron inútiles, no supe nada de ti; nunca quisiste ser amiga de nadie, ibas sola por la playa y en el crepúsculo te ibas más lejos aún, hacia Caracas, en la indefinición más absoluta, volando por el pavimento a doscientos kilómetros por hora.

Sólo una vez oímos a tu padre decirte algo llamándote por tu nombre, Genoveva.

Fue entonces la última vez que te vi, durante muchos meses te adoré con nombre falso porque te conocí en la época en que se te había dado por escribir las cosas al revés -Vavenogé.

Marco Aurelio Rodríguez G.



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