Peligro de gol

 


Peligro de gol


A Rita Rose Klein Hullman

in memoriam.


Una mujer puede llegar a ser un buen gol. Un futbolista como yo bien lo sabe.


En la mañana te levantas y todavía a mediodía estás corriendo de aquí allá con el balón en los pies hasta que te duele el cuello de tanto mirar hacia el suelo; vas de un toquecito sutil a una gambeta de esas que acaban con la mediocridad de una práctica y que te celebran los compañeros del equipo entre risas y promesas.


Debes correr como Di Stefano, como Porshe y comerte la grama en un violento frenazo, girar, tocarla suave, que reaccione, que se ponga del lado adecuado y entonces te das cuenta que sí, que una mujer es a veces un buen gol.


Una vez iba yo a la mitad del campo, el público gritaba como focas (así se oye); pasé boqueando como un imbécil o como un campeón; dejé atrás el ombligo del campo, el pezón redondo, el ojo blanco sobre el verde y ya pierdo la facultad de pensar, mi percepción se vuelve pura imaginación para saber dónde está ese de tu equipo y pateas, cambias la dirección; sabes que siempre te plantan un monigote para que te persiga, pero la mantienes entre las piernas (a la esférica) y... ¡zassss!. Las tribunas se desparraman en gritos y silbidos. El balón sale disparado....


Ahora fíjate, una vez nos reunimos todos y comenzó eso de hablar y reírse con todos los tragos metidos en el estómago y cuando estás que revientas, decides irte de la fiesta, despidiéndote con la lengua vuelta un guante de boxeo y feliz. Al salir me dije “es muy temprano”, así que fui a caminar. Por los ruidos de la calle me doy cuenta de lo estúpido que he sido: ¡No era una fiesta cualquiera, era la fiesta de Año Nuevo! Decidí regresar, pero mis amigos ya no estaban (bueno eso creí al principio, luego entendí que me había equivocado de apartamento). Sin embargo me quedé; me trataban bien y además me explicaron que ya habían pasado las doce que era demasiado tarde, que ya no era conveniente andar solo por las calles, De pronto en mi nueva fiesta veo a una hermosa mujer; me percaté de la necesidad de retomar el control de mi, así que me tomé una soda, fui al baño, me lavé la cara, me peiné. Yo estaba resuelto y ella estaba parada con un pie puesto sobre un sofá; seguía el ritmo moviendo unas piernas perfectas -¡Qué piernas!- y avancé al ataque. Hablé con ella y claro, se burló de mí, luego la acompañé a su casa ¿y qué crees? Abrió la puerta, me dijo “espera un minuto” y luego salió y no me invitó a pasar.


Pues sí ¡zassss! y patee con toda mi alma, con todas mis horas de entrenamiento y pasó el balón a pocos centímetros del paral izquierdo. Luego el arquero de ellos sacó, fue una patada larga; uno de sus delanteros tomó el balón por nuestro flanco izquierdo; fue un pase inesperado el que hizo hacia el centro, se generó una situación dramática que halló fin cuando una patada sin brújula ni elegancia de unos de nuestros defensas mandó el balón lejos; las acciones se desarrollaron de modo tal que sin darme cuenta me encontraba otra vez con la esférica girando entre los pies. Yo gritaba, clamaba (el público también). Eso fue en Austria (eso creo); la gente comenzó a lanzar cosas al campo y a gritar más. Era yo, con la vejiga de cuero entre los zancos, tratando de ir más rápido, bufando. Regresé por el mismo camino de minutos atrás, era como ver la misma película, pero más emocionado. Apunté el cañón ya casi en la zona chiquita, todo estaba al rojo vivo, gritos y... ¡Zassss!


Ahora, claro yo anoté el teléfono y regresé, regresé porque me gustó mucho esa mujer y había que mover las piezas (yo hubiese querido ser un alfil). Toqué el timbre y ella me invitó a entrar, bebimos algo frío, muy frío (a ella hasta el jazz le gustaba frío) y luego comenzó a decirme todas esas cosas que le dicen las mujeres a uno cuando quieren despacharlo: “Si me hubieses avisado antes”. Salí del edificio, ni siquiera tuve ánimos para saludar a mis amigos que vivían allí; era sábado ya de noche, al fondo de la calle un anuncio bostezaba una luz roja que dejaba una mancha brillante que se repetía intermitente sobre el asfalto húmedo de lluvia. En una casa cercana se podía ver desde la ventana un ambiente de fiesta, varias muchachas miraban hacia la calle, una de ellas era tan rubia que debía haberse llamado Rita Klein.


Cuando los hombres caminamos ya sin ánimos, el sábado por la noche puede ser una tumba o un montón de basura en el último callejón por el que andamos cautivos de los sueños, como los gatos que miran a la calle desde el encierro de los apartamentos.


Claro, yo pateé de nuevo y esta vez pegué en el paral, justo en el ángulo inferior izquierdo; al arquero se le abrieron tanto los ojos que se me desamarraron los zapatos de la risa, dejé escapar un grito (el público también gritaba).


Ya llegando a la calle principal dije para mis adentros: “Casi, casi, la próxima vez será mejor...” Tomé un bus; eran algo más de las diez.


El hombre que contaba esto tendría no más de cuarenta; llevaba un saco azul y un pañuelo de seda roja espiaba desde su bolsillo como si pestañeara cada vez que le daba el reflejo de la luz. Hacía pocos minutos que había entrado al bar y ya tenía a todos abrumados con su historia, le rodeaban cinco que escuchaban con atención, sonreían y se llevaban los vasos a la boca, acentuando cada observación palabra por palabra, trago por trago.


Sólo uno de ellos, el más viejo de todos, miraba de soslayo al narrador con el escepticismo de quien escucha un cuento de cazador. Llevaba puesto un pequeño sombrero arrugado, un grueso suéter de lana negra y al sonreírse arqueaba las cejas, llenándosele la frente de profundas arrugas. Al fondo del bar un negro norteamericano con apellido de lámpara de gasolina, tocaba desordenado desde el borde más alejado de toda tristeza. De pronto el viejo preguntó “Oye, si eres un jugador de fútbol ¿Cómo es eso que andas en autobuses los sábados por la noche?”. El hombre sonrió y contestó:”Jamás tuve auto”.

-Bueno entonces continúa con lo del gol, dijo el viejo llevándose la mano al sombrero y luego sonreído frotándose las manos agregó: “O si quieres, con lo otro”.


El hombre tomó posición, se enderezó en la silla, tragó, miró al vacío como buscando las imágenes en una pantalla invisible y dijo:”Sí claro, chutar es fácil, difícil es que las cosas lleguen, que se mueva la malla en el fondo del arco y que los de tu equipo te brinquen encima, te carguen en brazos y griten (el público también gritaba).


Eso sólo sucedió a la tercera. La llevé a comer:”Esta vez en el auto de un amigo”, dijo, esto guiñando con picardía al viejito que sonrió con los ojitos brillantes. “Luego ella me habló de un lugar al que fuimos a oír música, ella llevaba medias negras, tenía los cabellos oscuros y facciones asiáticas, tu sabes, así chinita” (esto lo dijo halándose los párpados hacia atrás). Luego fuimos a mi casa. Después creo que me enamoré.


Como ven he podido haber dejado el alma allí, hubiera podido llorar o gritar” (el público también).


El viejito sacudió una mano en gesto de aprobación.


-Por eso quiero brindar, continuó el hombre, por todos esos goles que conseguimos tras esfuerzos, carreras y gritos (el público también). Y porque nuestra pata no deje de funcionar.


-Hijo yo hice lo que pude-. Dijo el viejito soltando una carcajada, mientras tocaba su sombrero mirando desde su vaso.


-¿Pero saben?, dijo el hombre, el fútbol es más bondadoso que el amor; si triunfas en el fútbol todos gritan (el público), aplauden, te admiran, los niños tienen tu foto al lado de la cama, pero los triunfos en el amor son, tu sabes... Yo con ella en el apartamento, entramos, ella preguntó por los trofeos. Le hablé de fútbol, ella sonreía, cuando la besé no sucedió nada, no fue como aquél gol en Austria. Claro que fue mucho; qué hermosa mujer, esta vez era yo quien gritaba dentro de mí (yo público), fue como aquella gambeta genial que le hice a un italiano, ya no recuerdo donde. En el amor es diferente, simplemente lo vives a oscuras, cuando el cuerpo de ella duerme con la respiración esa de las mujeres, que es suave como una ola pequeñita que casi no suena. Entonces te dices todo lo que piensas de ti, hasta dormirte.


Y fue más fácil meter ese gol en el campeonato de Austria que evitar que ella se marchara; después de muchos meses juntos me di cuenta que sólo había dado en el paral de la arquería y no en la malla, que no hubo gol, que todo fue una ilusión, así es.


Yo miraba al hombre y pensaba que era simplemente un borracho, un mentiroso; que perdía mi tiempo oyendo esa historia. Miraba el círculo de hombres reunidos y sentía que se han podido haber volteado para decirme: “¡Hombre, pero si lo has podido haber contado tu mismo!”. Permanecí quieto mirando al futbolista con su saco azul y su pañuelo rojo; estuve a punto de gritarles que eso no era cierto, que eso no le había ocurrido a él, que esa historia era mía, que sólo cinco minutos antes de entrar al bar ella se había ido. Pero preferí quedarme callado, luego me lancé a la calle y dejé al futbolista con su historia que me pertenecía y que él contaba como si le hubiese ocurrido a él. Salí a la calle y en el fondo de la avenida un anuncio derramaba una luz roja, dejando una mancha en el asfalto brillante que se encendía y se apagaba.


Desde la ventana de la casa de la esquina Rita me miraba; la luz y la música de la habitación le iluminaban sus cabellos rubios.


Yo sabía que jamás la volvería a ver, seguí caminando hasta perderme en la soledad del sábado en la noche, de este y de todos los que vendrían.


Moscú, 14 de abril de 1978.




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