La poesía

Hablar de la poesía es tan complicado como hablar del amor. Es imposible describir el amor, porque para alcanzar una aproximación —aunque distante— exigiría reunir todo lo que el Hombre y la Mujer han dicho sobre el amor hasta el momento y hacer con cada uno de esos fragmentos una inmensa lámpara que proyectara todos los colores y tonos que caben en la mente humana; su forma sería cambiante, ora esfera ora una indescriptible cortina semejante a una aurora boreal, desplegada sobre el firmamento, brillante, lanzando chispas, replegándose sobre si misma para luego extenderse como un inmenso organismo submarino vibrando en su fosforescencia.

Para generalizar, mejor diríamos que el amor es la vida, desde su más elemental pulsión de permanencia hasta la más filtrada manifestación de la inteligencia. Vida en dinámica pronunciación de su misterio y del estro impetuoso de su entorbellinada pasión.

Tocar la poesía es cuando la parte más primitiva del alma se pone de rodillas y nuestros labios tocan por si mismos la superficie del río de la oralidad, ese cauce mágico y oscuro que recoge en inacabable procesión los primeros gruñidos, los onomatopéyicos intentos por mencionar la idea, hasta las niqueladas expresiones que describen complejidades abstractas de lo actual.

Por el deseo de decir arribamos llevados a las riberas de todos los ríos, estos que reptan por los territorios del planeta y los que debajo de nuestras pieles irrigan nuestras carnes. 


Queriendo decir nos hemos visto plantados alguna vez ante los ríos mitológicos. A orillas del Aqueronte -el río de la muerte- vimos a los difuntos pagar su moneda para que el barquero los devuelva al inframundo. Han temblado nuestras manos indignadas escribiendo desde la rabia,  alguna vez el Stigia -el río del odio- ha salpicado nuestros labios. Desde el fragor de las ideas izando banderas hemos mojado las plumillas en el Flegenonte -el río del fuego- y encendidos hemos puesto letra a nuestros himnos. Como sólo la palabra  hace posible describir el dolor, el Aqueronte -el río  del llanto- deja oír sus turbulencias para que sea el poeta el que lleve ese sonido hasta los pueblos, que caen desgarrados frente a sus pérdidas y luego se yerguen levantados con palabras de consolación. Más leve, sin embargo no menos hiriente es el Cocito -el río de las lamentaciones-, que recoge el murmullo eterno de las masas humanas girando alrededor del eje de la vida en incansable procesión. Y finalmente es la poesía quien atrapa a las palabras de las aguas del Leteo -el río del olvido-, que como escurridizos peces amenazan con irse hasta el fondo para desaparecer. El poeta salva a las palabras del olvido.

Traído por palabra me detengo ante el deslumbrante fenómeno de todos los fenómenos, mí existencia. La existencia de todos nosotros
—los que alguna vez también entregaremos nuestra moneda—, sólo será palabras. 

Frente a esto no puedo más que deslumbrarme; en el firmamento, ahí está escrito el secreto —detrás de las estrellas yace el acertijo—, un mensaje que no sabemos descifrar.

Siempre en algún recodo nos detenemos para indagar nuestro destino; sedientos buscamos la respuesta y entonces la poesía humedece nuestros labios.

Marco Aurelio Rodríguez.



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